Estoy colaborando en el diseño metodológico e impulso de proyectos para la obtención de lecciones aprendidas en diferentes organizaciones, todas ellas administraciones públicas, de todo tipo, autonómicas y locales, de ahí que últimamente me prodigue en artículos sobre este tema en el blog, se trata de la manera de compartir el conocimiento y sistematizar algunas de las reflexiones que se destilan en la puesta en marcha de estos proyectos.
El disparador no ha sido otro que la crisis sociosanitaria en la que hemos estado inmersos y de la cual creemos que hemos de obtener algún aprendizaje que se traduzca en una forma de hacer distinta a la de antes. Es como si, de alguna manera, el infortunio de la crisis se percibiera como más llevadero si contribuye a reconducir algo que intuimos que no estaba bien encaminado, aunque no sepamos, de momento, exactamente qué.
Personalmente creo que el hecho de que esta crisis haya puesto de manifiesto la fragilidad de un sistema que creíamos sólido, nos ha situado, desde un confinamiento impuesto e imprevisto, en una situación peculiar desde la que hemos tenido una perspectiva inédita de nuestras vidas y en la que se han puesto de relieve la importancia de aspectos, hasta ahora invisibles, que han de transformarse, ya sea aumentando y ocupando más espacio o desapareciendo, tanto en el plano personal como en el profesional.
Sea como fuere, en mi entorno hay unas fuertes ganas de “aprender” del momento, de cambiar, de establecer un antes y un después aprovechando la oportunidad que brinda el trasiego de la crisis para remodelar antiguos escenarios que ahora se intuyen inconsistentes, vulnerable o caducos, de ahí que un tema que, no es nuevo, como el de las “lecciones aprendidas” y que hace unos meses, llamaba apenas la atención, haya tomado súbitamente, tanta relevancia.
Aprender de nuestras expectativas
Ante la aplicación de una metodología para obtener lecciones aprendidas de un momento crítico, como el actual, las expectativas depositadas suelen viajar hacia el deseo de obtener el mayor número de lecciones posibles.
Un deseo que muy probablemente se desprende de la lógica industrial que impregna nuestra cultura laboral, tan orientada a la producción y a amortizar cualquier inversión realizada con un retorno en forma de resultados medibles y utilitarios, en el sentido de que han de tener un uso específico, claro y rápido.
Otro de los aspectos que alimentan esta expectativa surge de la necesidad de depositar en las metodologías, fórmulas o herramientas, la responsabilidad sobre los resultados, algo que se hace al margen de la capacidad y del propósito de quien las utiliza y que, normalmente, se dan por supuestas. Una manera de pensar muy extendida basada en ver el “método” como una "fábrica", en este caso, una fábrica infalible de producción de lecciones aprendidas y las personas como simples operarias que introducen por un lado el material en bruto y esperan que salga, por el otro lado, convertido en algo valioso y, como decíamos, útil.
Pues bien, a la hora de obtener lecciones aprendidas no hemos de esperar que estas sean muchas ni pocas, sino las que realmente se desprendan y se considere necesario incorporar del análisis realidad respecto a las cosas que nos han pasado.
Tanto si son un centenar como si se trata de media docena, lo que realmente cuenta es la relevancia de las lecciones obtenidas a la hora de cambiar maneras de hacer del equipo o de la organización. De poco sirve obtener un gran número de lecciones si la gran mayoría de ellas no inciden, posteriormente, en modificar los comportamientos de las personas.
Además, si se está empezando a aplicar la metodología, es probable que no se hayan adquirido todavía las competencias necesarias como para obtener de ella los mejores resultados; nadie espera ganar un Pulitzer con sus primeras fotografías, aunque todas ellas se obtengan con un clic. Del mismo modo, es necesario adquirir la habilidad de detectar de lo qué aprender a fuerza de persistir en el empeño y “aprender” de los resultados.
Un escenario de conversación oportuno
Con habilidades o sin ellas, lo realmente importante es obtener aunque sea, unas pocas lecciones, pero que realmente se destilen de una experiencia compartida y contrastada por un equipo de personas, de hecho, es este análisis, debate y verificación en equipo lo que dota a cualquier lección de su importancia, por muy insignificante que parezca lo que se deba aprender.
En gestión del conocimiento a menudo se echa mano de la coletilla de la necesidad de “abrir espacios de conversación y diálogo” sin muchas más pistas sobre cómo concretar estos espacios de conversación en la realidad febril de nuestras culturas organizativas, en las cuales, paradójicamente, el mismo término “iphone手机如何上外网” rechina por sonar demasiado ocioso o ajeno al tiempo de trabajo.
No cabe ninguna duda de que la conversación es una herramienta potente para la creación e intercambio de conocimiento, ya que goza de los rasgos del ecosistema perfecto en el que una persona se obliga a poner en orden lo que sabe hasta que adquiere el suficiente sentido como para ser interesante e incorporado por parte de las personas con las que se conversa.
El debate y contraposición para aprender de una situación, con otras personas que han experimentado la misma experiencia, no sólo permite objetivar un hecho que, por emanar de un sujeto, se mueve en lo subjetivo, sino que es el marco ideal, para fomentar la conversación abierta en torno a un tema de interés común, tanto para las personas que conforman el equipo como para la organización, con todo lo que implica de generación de conocimiento y de fortalecimiento de las relaciones de colaboración, sólo por esto, ya vale la pena cualquier tiempo invertido.
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La primera imagen corresponde a The Poppy Harvest de Désiré François Laugée [1823 –1896]
La segunda lleva por título:The washerwomen of breton coast y es de Jules Adolphe Breton [1827-1906]